En la noche del 30 de octubre de 2016, en Bogotá, tras un movimiento telúrico relativamente leve, se difundieron cadenas de mensajes por redes sociales, según las cuales —esa misma noche— ocurriría un nuevo temblor mucho más fuerte que el anterior. Hoy, más de cuatro años después, no se sabe quién comenzó a difundirlos y con qué intención lo hizo. Lo que sí se sabe es que miles de personas pasaron una muy mala noche en la calle por cuenta de noticias falsas que se convirtieron en virales. Además, también se sabe hace tiempo, probablemente hace algunas décadas, que no es imposible predecir los movimientos telúricos.
De este fenómeno, surgen muchos interrogantes, más allá de la identidad de quienes lo iniciaron todo. ¿Cómo es posible que información no oficial se difunda masivamente y genere tanta credibilidad aun si va en contra de principios científicos básicos? Las dimensiones y dinámicas de la “viralidad”, que ya se habían tomado las redes sociales por aquella época, podrían responder a la primera parte de la pregunta. Sin embargo, no es así con la segunda parte. Que se crea, con tanta convicción, una información abiertamente contraria al conocimiento científico es quizás tan sólo un síntoma del escaso éxito de nuestro sistema educativo y de la prosperidad de sesgos cognitivos basados en las emociones más irracionales.
De cualquier manera, el impase pasó a ser una anécdota más, en la que los bogotanos desbancaron a los barranquilleros en el nivel número uno de inocencia y fe ciega ante la información falsa o imprecisa en las redes sociales. Creer, sólo por un trino, que su equipo fue campeón no parecía tan grave como pasar la noche en la calle y llenos de pánico por un posible temblor, que ─simplemente─ no se podía predecir. Todo parece muy inocente hasta ahora. Sin embargo, en esta escalada de discursos que hacen actuar a las personas de manera irracional, las cosas han sido y pueden ser mucho peores.
La noche del 21 de noviembre de 2019, no sólo los bogotanos, sino también los habitantes de diversos municipios del país pasaron una noche de terror, la cual terminó extendiéndose un par de días más. ¿Por qué? De nuevo, una serie de mensajes difundidos anónimamente presentaban información que nunca se verificó como verdadera. En una burda versión del célebre episodio de Orson Welles, se narraba no una invasión extraterrestre, sino de “vándalos” extranjeros (venezolanos), que se tomaban los conjuntos residenciales como hordas salvajes. La consecuencia no fue una celebración o una noche en la calle en vano. Fue mucho peor: gente armada con palos, machetes y hasta artefactos letales en los alrededores de las unidades de vivienda, prestando guardia, y fomentando tanto el paramilitarismo como la xenofobia.
Esta vez, ya no parecía tan inocente la viralización de información inexacta o sin confirmar. Se cerraron edificios públicos; se cancelaron clases y jornadas de trabajo por todo el fin de semana. Se vivió tensión y se generó un escenario de violencia simbólica sin precedentes en el país. No recuerdo si esta situación causó víctimas lesionadas o mortales. No obstante, como el cuento de Gabriel García Márquez, ya que todos creímos que algo grave iba pasar, pues algo grave ─muy grave─ pasó.
No podemos olvidar que las noches de terror que acabo de rememorar se dieron en el marco del Paro Nacional, convocado, precisamente, a partir de esa fecha. No obstante, llegó la pandemia y nuevos discursos falsos se tomaron las redes. Se negó la existencia del covid-19; se culpó a las antenas 5G; se inventaron remedios; y, una vez más, se puso en riesgo la vida por cuenta de las “inocentes cadenas” de las redes sociales. De nuevo, la emisión y difusión irresponsable de información dejaba de ser un acto descuidado para convertirse en un riesgo real. Lo anterior se hacía más grave si eran políticos y oficiales de los gobiernos quienes protagonizaban la desinformación. Para la muestra, Donald Trump en EE. UU., Jair Bolsonaro en Brasil, Andrés Manuel López en México, Nicolás Maduro en Venezuela, María Fernanda Cabal en Colombia.
También, de nuevo, nos falló la educación y prosperaron los sesgos. No comprendimos la biología de los virus. No entendimos que los antibióticos sirven para tratar infecciones bacterianas y no virales. No comprendimos la dinámica física de las ondas electromagnéticas. No logramos discernir qué podría considerarse seguro y eficiente para prevenir y tratar una enfermedad causada por un “misterioso bicho”. Lo peor de todo es que terminaron pareciendo más plausibles soluciones esotéricas y pseudocientíficas que las vacunas, desarrolladas a través de las rigurosas fases de investigación científica. Más que nunca, se hizo evidente que la mezcla de redes sociales, noticias falsas, discursos desinformados e ignorancia es altamente peligrosa.
Ahora, volvamos al presente. La pandemia, no por ser menos importante, pero sí menos peligrosa que nuestras desigualdades sociales, ha pasado a un segundo plano. Por más de un mes, desde el 28 abril de 2021, hemos asistido a un estallido social, y a la respuesta sangrienta del Estado y ─no nos digamos mentiras─ también del para Estado. En medio de las redes sociales, inundadas de videos y fotos que hablan por ellas mismas, ¿nos preguntamos cómo es posible que hayamos llegado a tal nivel? Algunos responderán, muy acertadamente, que no es un fenómeno nuevo; que, ahora, les tocó a las grandes urbes vivir lo que, hace décadas, se ha vivido en el campo.
Más allá de todo el análisis social y político (necesario por demás), quiero concentrarme otra vez en las falsas noticias, en los discursos desinformados y en las redes sociales que sirven para reproducirlos. Esta vez, podríamos sumar, al arsenal, los discursos de odio e incitación a la violencia, junto con el eco que les hacen los grandes medios de comunicación. Desde el inicio del Paro, ha sido pan de cada día que políticos reconocidos, vistos como autoridades, se pronuncien y hagan invitaciones, más o menos directas, más o menos públicas, al respecto de lo que debería ser el actuar de la Fuerza Pública y del derecho de los “ciudadanos de bien” a defenderse (o a autodefenderse). No es gratuito que, recién empezado el estallido social, Twitter haya bloqueado un trino del mismísimo Álvaro Uribe Vélez.
No necesitamos ser historiadores expertos para entender que el holocausto nazi comenzó mucho antes de los campos de concentración, incluso, mucho antes de cualquier acción militar; basta con tomar un libro de historia universal y reconocer los discursos odio que se promovieron. No necesitamos ser académicos o científicos para entender que los genocidios más recientes en la historia ─como el de Ruanda─ o, tristemente, aún vigentes ─como el exterminio del pueblo palestino─ han comenzado y se han sostenido con discursos que justifican la muerte e incitan a la violencia.
No se requiere ser un experto en psicología social para establecer una relación entre la información viral irresponsable y la acción irracional de personas que pasan la noche en la calle, que celebran en vano la victoria de su equipo de fútbol, o que temen una invasión extrajera a su conjunto residencial. Igualmente, no se requiere ser un experto lingüista para entender que las palabras con invitaciones al uso de las armas, por parte de la Fuerza Pública y por parte de civiles, contra personas desarmadas pueden ser ─y, en efecto son─ motivadores y causantes de muchas de las víctimas que tenemos al cabo de un mes.
Si bien notarlo y entenderlo no es cosa de expertos, sí es cosa de expertos dejar un precedente ante la historia y demostrar ante la justicia que quienes emiten sus discursos de odio están incurriendo en un comportamiento presuntamente punible. No vamos a decir que son los perpetradores materiales de los más de 45 asesinatos, de los más de 25 casos de violencia sexual, de los más de 346 reportados como desaparecidos, entre otras lamentables cifras en el marco de la protestas [al 31 de mayo, según Indepaz]; pero sí vamos a decir que su conducta lingüística tiene consecuencias previsibles; que sus palabras no son inocentes; que sus discursos tienen como víctima a toda la sociedad; y que no es gratuito que el Legislador haya incluido en nuestro Código Penal delitos como la instigación a delinquir, el hostigamiento, la discriminación, la amenaza, la apología al genocidio, entre otros, que se cometen con palabras, ¡palabras que matan!
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